En el parque de Mofragüe una hilera de buitres descansan
sobre un afilado y blanquecino saliente, contemplando los brazos turquesas del parsimonioso Tajo. Dos ninfas corretean bajo la espesura de
fresnos y chopos; la tarde es calurosa y seca, propia del estío, el aire es
plomizo y las cigarras buscan el amor impulsivamente, ajenas a tanta quietud.
Diego de Ribera apura en una venta un vaso de vino peleón y da justo fin a un contundente y abundante
plato de migas extremeñas. Todo está preparado para partir hacia Sevilla, puente
intermedio entre las indias y sus sueños; las alforjas están llenas y los caballos ensillados. Semanas más
tarde, en el cabo de Palos se embarcan doscientos soldados con sus bocas
repletas de caries, sus cabellos grasientos
y sus hirsutas barbas. Se lanzan las carabelas al inhóspito océano
Atlántico, las cruces los amparan de las sirenas y de las oscuras profundidades
del siempre hambriento y caprichoso Poseidón. El viaje es plácido y el viento
favorece sus designios, hasta las ratas
conservan un estado de calma que les aparta de la ansiedad por mordisquearlo
todo y propagar enfermedades. No hay motines
y toda la agresividad sexual se concentra y se almacena para el nuevo
mundo; un arsenal de bacterias, biblias y pólvora junto a la codicia y la avidez son buenas
razones para creer en la victoria.
Un golpe húmedo y bochornoso los recibió en Veracruz, ciudad
fundada por el excelentísimo Hernán
Cortés, por fin podían ir en busca de
metales preciosos y vírgenes asustadas, por fin podían vestirse de dioses
crueles y sin moral; con los indios no hay piedad, ni existe la palabra
empatía, son animales con forma humana. Diego de Ribera escruta cada palmo de
selva, cada cordillera, cada río, cada playa, dejando tras de sí un reguero de
dolor, confusión y venganza; mezclando cromosomas, enfermedades, prejuicios y
esperanza. Diego murió de disentería, rico y mezquino, ignorante de haber
influido en tantas pequeñas historias, ignorante de haber cambiado tantas
pequeñas vidas.
El padre Anselmo celebra su setenta cumpleaños rodeado de sonrientes niños de piel tostada; cantan canciones, y hacen aguadillas en las turbias pero reposadas aguas de un pequeño lago. Anselmo abandonó España hace casi más de cuarenta años; de ideología marxista, encontró en El Salvador un lugar en el mundo donde poner en práctica sus inquietudes, su amor a Dios, a la vida y a la justicia. Él nunca se casó con la Iglesia de Roma, por esta razón creyó que su destino no se encontraba en la pequeña parroquia burgalesa de Covarrubias, sino en ultramar. El padre Anselmo cree que Dios es todo y que se encuentra en los átomos de cada ser vivo y en la materia inerte. Cree en la evolución del hombre hacia la igualdad social, cree que la vida son pequeñas luchas individuales y que la felicidad y el progreso se alcanzarán con la libertad colectiva. Es un niño cargado de utopías o quizás un loco con sotana; puede que un visionario, pero jamás se podrá poner en duda su labor educativa y su humanismo. Sus actos se perderán como los de tantos otros seres que han iluminado y llenado de esperanza esta caótica esfera.
Ernesto Suárez y su pandilla de forajidos huyen de la
ley y van a parar al pequeño poblado de Santa Mónica, en las profundidades de la
selva. Portan armas y caras de pocos amigos, están sedientos, cansados,
hambrientos y rabiosos. Lupita corre a avisar al padre Anselmo; todos se
guarecen en sus humildes chozas debido a la llegada de estos peligrosos
extraños. Tras una corta discusión una bala impacta sobre la sien del padre,
provocando el súbito desplome de su
cuerpo en el barro. Un convite desagradable se acerca y la historia se repite,
el mestizo Suárez, un contrabandista sin escrúpulos, se alimenta de la
inocencia de estas pobres indígenas. Mientras tanto, sus secuaces abren fuego y
dan caza a sus maridos ante la atenta mirada de unos horrorizados y perplejos
niños. Sin saberlo Ernesto alimenta el insaciable molino de la venganza, que
gira y gira sin descanso. Sin saberlo ha escrito las mismas líneas que
Diego de Ribera; no lo sabe, empero es hijo de un largo linaje de conquistadores.
No es consciente de que el padre Anselmo contiene su sangre, que todo comenzó
en Lerma y en Veracruz, que ambos provienen del polen que transportó los
vientos y que la muerte los volvió a unir; que uno apretó el gatillo y otro
pintó el muro de sangre. Ernesto, tu historia está en la biblia y es más
antigua que el diluvio, es la historia del fratricidio, es la historia que
nunca deja de repetirse.
Todos los derechos están reservados ©. Diego Torres 2016.
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