Es asombroso como la calima te invade los pulmones
lentamente, de forma implacable y silenciosa. El desierto te engulle al ritmo
de Frédéric Chopin; un avión sobrevuela un mar de cenizas suspendidas y yo
estoy aquí junto a la ventana viendo como los pescadores al término de sus
labores llegan a tierra y con suma
paciencia remiendan sus redes.
Mi abuelo Antonio Moreno tenía una pequeña casa en Aguamarga donde todos pasábamos las vacaciones en familia tras los fríos y largos inviernos parisinos. Mi familia abandonó España en los tiempos del estraperlo, el tifus, los piojos y las cartillas de racionamiento; la pesca era escasa y las divisas inexistentes, por lo que mi abuelo y mi abuela emprendieron un larga marcha en tren hacia Francia. Dejaron el aroma salino a sus espaldas, los amaneceres soleados, dejaron varada su barca sobre la sedosa y dorada arena de la playa, la dejaron portando dos pequeñas maletas cargadas de miedos. Yo sé que parte de ellos murió ese mismo día, podía verlo en sus ojos en cada viaje de vuelta o cuando abríamos su amarillento álbum de fotos.
Esta maldita tos me está matando y a pesar de ello sigo
fumando; no hay retorno, los coágulos nacen dentro de mí como los champiñones
en el estiércol y mi diagnóstico es tajante: Cáncer de Pulmón. El médico me dio
unos meses de vida, me aconsejó que me olvidara de tratamientos y le sorprendió
que no hubiera acudido antes a realizarme pruebas debido a mi pésimo estado de
salud. Yo le dije que llevaba muriendo poco a poco mucho tiempo, quizás años.
Todo comenzó aquella noche cuando María y yo hicimos el amor
en la playa de los Escullos; era 1990 y en los pueblos imperaban el pudor y el qué
dirán, cosa que no es sorprendente tras tantos años de autarquía y hermetismo
cultural. Ese verano fue el más especial de todos, no sólo por los grandes
momentos que viví junto a María, sino porque fue el último que pasamos en
familia. Mi abuelo falleció unos meses después de un infarto de miocardio y a mi
abuela se la llevó seguidamente la neumonía y la tristeza. Mi madre vendió la
casa y por consiguiente dejamos de veranear en ese pequeño reducto de la virgen
y por entonces despoblada costa de Almería. María quedó embarazada ese verano y
tras varias angustiosas misivas decidimos (bajo mi presión) que viajara a Paris
a escondidas para practicarse un aborto. Cuando todo terminó
ella tenía la piel muy pálida y la mirada perdida, como si estuviera ausente, no
había rastro de esa inocente y alegre sonrisa que normalmente dibujaban sus
carnosos labios. Jamás volví a verla, ni a sentirla, ni a besarla. El
remordimiento nos alejó, dejé de escribirle, intentaba mantenerme ocupado en
mis estudios de derecho y ciencias políticas para olvidar tan desagradable suceso. Llegué a culparla, a
odiarla incluso, mi ansiedad crecía como una escalera de caracol sin fin y tan
sólo la actividad, el alcohol y el tabaco podían calmarla. Jaime me llamó por
teléfono aquella tarde del nueve de Febrero, el cadáver de María fue encontrado
en la playa de los Muertos en Carboneras, llevaba varios días desaparecida; no había
signos de violencia y la policía descartó el asesinato. Una sensación de
angustia y más tarde de sosiego se apoderaron de mí. Cientos de imágenes se
agolpaban en mi cabeza: su cadáver flotando entre las rocas, su piel y sus
rosados pezones, sus hermosos silencios, los granizados de café, su fantasmagórica
presencia tras el aborto, nuestros paseos en barca por la cala del Plomo y el
olor perfumado de sus cartas. Sí, yo también me suicidé aquel día, desde
entonces vivo con la náusea de Sartre y bajo los principios del existencialismo
más salvaje.
Han pasado veinte años y miles de escenas y aquí estoy de
nuevo frente al mar, en Aguamarga, donde todo empezó y donde todo acabará,
frente a esa masa de agua que todo lo engulle, ante ese enorme monstruo
inocente y feroz, caprichoso y generoso, que nos ilumina y nos hace más
humanos. Recuerdo las curtidas manos de mi abuelo, sus acertadas predicciones
sobre el tiempo, el brillo de sus ojos ante una captura, su amor a la vida, a
su barca y a su esposa. Siempre admiré y envidié a ese tipo de hombres
sencillos que aman lo que hacen, esos hombres y mujeres atemporales, eternos,
libres y sabios.
Estoy sólo en este mundo y mi hora se acerca. No creo en la
justicia ni en la divina providencia, tampoco en el karma, mis ideales murieron
el día que recibí esa llamada, murieron cuando sentencié a muerte al ser más
bello de la faz de la tierra. Estoy
divorciado, mi alcoholismo, mis devaneos y mi licenciosa vida me han alejado de mi hija para siempre. Ese
candoroso angelito que sin culpa alguna ha heredado el fruto de la infelicidad
y la bilis de mis entrañas. Estoy sólo, infinitamente sólo, sentado en una
silla de esparto esperando a que me lleve el viento. No sé si merezco que el
mar me trague, soy un hombre cobarde. Deseo otra oportunidad, esta la perdí al
Black Jack, no sé si Heráclito tiene razón, no sé si el tiempo y la vida son
circulares, si en otra dimensión podré cambiar el rumbo de los acontecimientos y redimir mis pecados. No
lo sé. Quiero volver a la nada, quiero volver a empezar.
Todos los derechos reservados©. Diego Torres 2015.
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