miércoles, 24 de febrero de 2016

FRANCIS HINAULT

Es asombroso como la calima te invade los pulmones lentamente, de forma implacable y silenciosa. El desierto te engulle al ritmo de Frédéric Chopin; un avión sobrevuela un mar de cenizas suspendidas y yo estoy aquí junto a la ventana viendo como los pescadores al término de sus labores  llegan a tierra y con suma paciencia remiendan sus redes.

Mi abuelo Antonio Moreno tenía una pequeña casa en Aguamarga  donde todos pasábamos las vacaciones en familia tras los fríos y largos inviernos parisinos.  Mi familia abandonó España en los tiempos del estraperlo, el tifus, los piojos y las cartillas de racionamiento; la pesca era escasa y las divisas inexistentes, por lo que mi abuelo y mi abuela emprendieron un larga marcha en tren hacia Francia. Dejaron el aroma salino a sus espaldas, los amaneceres soleados, dejaron varada su barca sobre la sedosa y dorada arena de la playa, la dejaron portando dos pequeñas maletas cargadas de miedos. Yo sé que parte de ellos murió ese mismo día, podía verlo en sus ojos en cada viaje de vuelta o cuando abríamos su amarillento álbum de fotos.

Esta maldita tos me está matando y a pesar de ello sigo fumando; no hay retorno, los coágulos nacen dentro de mí como los champiñones en el estiércol y mi diagnóstico es tajante: Cáncer de Pulmón. El médico me dio unos meses de vida, me aconsejó que me olvidara de tratamientos y le sorprendió que no hubiera acudido antes a realizarme pruebas debido a mi pésimo estado de salud. Yo le dije que llevaba muriendo poco a poco mucho tiempo, quizás años.

Todo comenzó aquella noche cuando María y yo hicimos el amor en la playa de los Escullos; era 1990 y en los pueblos imperaban el pudor y el qué dirán, cosa que no es sorprendente tras tantos años de autarquía y hermetismo cultural. Ese verano fue el más especial de todos, no sólo por los grandes momentos que viví junto a María, sino porque fue el último que pasamos en familia. Mi abuelo falleció unos meses después de un infarto de miocardio y a mi abuela se la llevó seguidamente la neumonía y la tristeza. Mi madre vendió la casa y por consiguiente dejamos de veranear en ese pequeño reducto de la virgen y por entonces despoblada costa de Almería. María quedó embarazada ese verano y tras varias angustiosas misivas decidimos (bajo mi presión) que viajara a Paris a escondidas  para  practicarse un aborto. Cuando todo terminó ella tenía la piel muy pálida y la  mirada perdida, como si estuviera ausente, no había rastro de esa inocente y alegre sonrisa que normalmente dibujaban sus carnosos labios. Jamás volví a verla, ni a sentirla, ni a besarla. El remordimiento nos alejó, dejé de escribirle, intentaba mantenerme ocupado en mis estudios de derecho y ciencias políticas para olvidar tan  desagradable suceso. Llegué a culparla, a odiarla incluso, mi ansiedad crecía como una escalera de caracol sin fin y tan sólo la actividad, el alcohol y el tabaco podían calmarla. Jaime me llamó por teléfono aquella tarde del nueve de Febrero, el cadáver de María fue encontrado en la playa de los Muertos en Carboneras, llevaba varios días desaparecida; no había signos de violencia y la policía descartó el asesinato. Una sensación de angustia y más tarde de sosiego se apoderaron de mí. Cientos de imágenes se agolpaban en mi cabeza: su cadáver flotando entre las rocas, su piel y sus rosados pezones, sus hermosos silencios, los granizados de café, su fantasmagórica presencia tras el aborto, nuestros paseos en barca por la cala del Plomo y el olor perfumado de sus cartas. Sí, yo también me suicidé aquel día, desde entonces vivo con la náusea de Sartre y bajo los principios del existencialismo más salvaje.

Han pasado veinte años y miles de escenas y aquí estoy de nuevo frente al mar, en Aguamarga, donde todo empezó y donde todo acabará, frente a esa masa de agua que todo lo engulle, ante ese enorme monstruo inocente y feroz, caprichoso y generoso, que nos ilumina y nos hace más humanos. Recuerdo las curtidas manos de mi abuelo, sus acertadas predicciones sobre el tiempo, el brillo de sus ojos ante una captura, su amor a la vida, a su barca y a su esposa. Siempre admiré y envidié a ese tipo de hombres sencillos que aman lo que hacen, esos hombres y mujeres atemporales, eternos, libres y sabios.

Estoy sólo en este mundo y mi hora se acerca. No creo en la justicia ni en la divina providencia, tampoco en el karma, mis ideales murieron el día que recibí esa llamada, murieron cuando sentencié a muerte al ser más bello de la faz de la tierra.  Estoy divorciado, mi alcoholismo, mis devaneos y  mi licenciosa vida me  han alejado de mi hija para siempre. Ese candoroso angelito que sin culpa alguna ha heredado el fruto de la infelicidad y la bilis de mis entrañas. Estoy sólo, infinitamente sólo, sentado en una silla de esparto esperando a que me lleve el viento. No sé si merezco que el mar me trague, soy un hombre cobarde. Deseo otra oportunidad, esta la perdí al Black Jack, no sé si Heráclito tiene razón, no sé si el tiempo y la vida son circulares, si en otra dimensión podré cambiar el rumbo de  los acontecimientos y redimir mis pecados. No lo sé. Quiero volver a la nada, quiero volver a empezar.


Todos los derechos reservados©. Diego Torres 2015.

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