domingo, 18 de octubre de 2015

Lucía eligió la vida.

Estaba sentado en su diván con una cerveza en la mano. Un canuto de marihuana descansaba en el cenicero casi apurado, exhalando apetitosos vapores y nublando el desolador paisaje que yacía tras los cristales de una ventana. En una mesa había un paquete de  cigarrillos blando, briznas de tabaco, un bote de bicarbonato, un folleto publicitario del Kebab más cercano e infinidad de minúsculas migas de pan.

Entraba el otoño y un gato de ojos translúcidos se daba un festín en el contenedor de la esquina, un banquete digno de Carlos V, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, por la gracia de Dios. Por la calle discurrían pocas almas, tan sólo un par de borrachos, un dominicano de ecléctica mirada, un sombrío y cansado obrero del extrarradio y ella; una soñadora de tez pálida y ligera figura. En la ciudad dormitorio no se cocinaba nada, quizás un irrisorio lamento de desolación que fluía con la obstinada pero débil fuerza de tiempos carentes de esperanza.

Lucía caminaba ausente, ensimismada y absorta de todo lo que  a su alrededor sucedía, cruzó un puente que unía al barrio y esperó de forma automática en el paso de peatones a la luz verde del semáforo.  A poca distancia se encontraba una antigua mansión en ruinas, una víctima más de la feroz contienda civil que acaeció ochenta años atrás. En sus muros había infinidad de grafitis de cierta belleza y originalidad. Uno de ellos recitaba lo siguiente: “La muerte es el olvido”. Al fin Lucía llegó a su destino, llamó al portero automático y el oxidado portón se abrió sin respuesta alguna. El ascensor atufaba a orines y a ducados negro.  Ella vestía de forma sencilla, siempre trataba de camuflarse entre la multitud, siempre trataba de esconder sus geométricos, voluptuosos y curvos senos. No es de extrañar que Pitágoras encontrara la sabiduría en las matemáticas y en la belleza de los cuerpos celestes.

Subió hasta el tercero, la puerta estaba entreabierta e inundaba  el corredor con aceite rehusado de soja y salsa agridulce. Santiago no salió a recibirla y recibió un espectral y casi inexistente beso en la mejilla. Frente a frente estuvieron un par de minutos sin mediar una sola palabra; era un silencio fúnebre, era el encuentro entre dos bastardos de la prisa, dos víctimas de la diosa Fortuna, dos electrones perdidos en el eterno vacío del universo.
Él le ofreció una cerveza, charlaron y mantuvieron triviales, fútiles e insustanciales debates sobre la guerra de Palestina, sobre la crisis económica y la decadencia de las democracias europeas. Santiago dijo -basta- y comenzó un agrio discurso.
    
              - El mundo se va al carajo Lucía, desde que esta jodida especie domesticó a los animales y sometió a las plantas, no hay esperanza. No lo ves, nada importa ya, estoy cansado de luchar en este Show de Truman que es la vida, en este mentiroso teatro con guiones marcados, en esta loca rueda que gira sin descanso hacia la nada y la autodestrucción.
      
               - ¿Y qué hay del amor? ¿Qué hay de nosotros dos?  ¿De tus sueños de escritor, de tus sueños de cambiar el mundo? Eres un egoísta, un cínico y ya estoy harta de que me arrastres por esta espiral de miseria, por estos páramos suicidas. Bailemos sobre nuestras cenizas, y resurjamos diáfanos y transparentes como el agua de los riachuelos. Luchemos contra la desidia y sobrevivamos como nuestros abuelos, busquemos una razón por la que luchar.
         
        -¡El amor! Por favor, no vengas ahora con ese cuento ¿Crees que tenemos futuro? No tengo trabajo y tú tampoco. Las colas del paro son ríos de hombres y mujeres sin ilusión, sin esperanza. Tantos años estudiando para trabajar en un McDonald.
      
            - No digas eso, eres un desagradecido, mis abuelos prácticamente comían pan y poco más,          trabajaban desde el amanecer hasta el último rayo de luz…

Lucía rompió a llorar y Santiago se sentó a su lado y empezó a acariciar lentamente su pelo, sus mejillas y su alargado y nacarado cuello. Se besaron y ahogaron sus culpas, sus miedos y su tristeza. Él la desvistió lentamente y succionó cada poro de su cuerpo, acarició sus erectos pezones,  con su lengua viajó hasta el monte de Venus, allí, donde nace la vida, fuente de dolor y de felicidad. Ella gemía de placer y pedía con sus brazos sentirlo dentro, unirse por un efímero instante, en pos de vencer está plúmbea soledad que le carcomía. El sudor corría por sus frentes, una sacudida más y la miel mojó sus labios. Fue como la explosión del Big Bang, supongo que así surgió el universo; de una explosión orgásmica e incontenible de crear algo. Quedaron plácidamente sumergidos en el mundo de los ensueños  como inocentes niños agotados por un largo día de juegos y fantasías.

Al alba, una luz cegadora atravesaba la persiana,  subía como la espuma el bullicio de las gentes, era un día como tantos otros; recargar el abono transporte, esperar el próximo tren de cercanías y abandonarse a la inercia. En ese viaje hacia el trabajo, en ese viaje hacia la supervivencia, sólo se oyen  teclas de móviles y el sonido que se escapa de unos cascos; ni una sonrisa, ni una mirada cómplice en ese sepulcral cementerio de sueños deshechos.

Lucía abrió los ojos, silenciosamente se vistió y abandonó el piso de Santiago. Ella eligió la vida, él dejó de ser un niño, dejo de creer, de ilusionarse,  deseaba que su hora llegara pronto,  deseaba nadar y beber las aguas del río Lete.



Todos los derechos reservados ©. Diego Torres 2015.




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