En el cementerio de Arlington
(Virginia, EE.UU.) están enterradas personas consideradas héroes para la sociedad
norteamericana. La participación en la II Guerra Mundial, su lucha por la
igualdad de derechos o la ocupación de la presidencia del país, constituyen
algunos de los méritos para descansar eternamente entre su hierba. En muchas de
sus tumbas existe, además, una antorcha de fuego -metáfora de la libertad-
siempre encendida. Ocurre, por ejemplo, con la tumba de John F. Kennedy,
visitada a diario por cientos de personas.
En nuestro país, no conozco
ningún cementerio dedicado exclusivamente a la memoria de nuestros héroes.
Empero, sí conozco la guerra de esquelas de nuestros periódicos sobre los dos
bandos de la guerra civil, la división entre las propias víctimas del
terrorismo o la apología del terrorismo que en el Parlamento Vasco hacen
algunos grupos parlamentarios (Sortu es un buen ejemplo de ello) que han
contado -y siguen contando- con la aquiescencia de algún que otro presidente
del gobierno y partido político.
Aducirán algunos que en España no tenemos
héroes que lucharon por la libertad como por ejemplo hicieron los soldados
norteamericanos o ingleses en la II Guerra Mundial. Falso. Rotundamente falso.
Si bien es cierto que España no participó en la II Guerra Mundial, no hemos de
remontarnos tan lejos para encontrar a grandes héroes que dieron todo por la
libertad. Me refiero, por supuesto, al casi millar de víctimas asesinadas
vilmente por la banda terrorista ETA. Las víctimas del terrorismo representan
lo mejor de nuestra sociedad: su lucha titánica e inquebrantable por la
libertad y la dignidad son el espejo en el que hemos de mirarnos a diario como
un soplo de esperanza en estos tiempos en los que el relativismo impera casi apenas ya sin resistencia alguna.
En cuanto a las víctimas, unos,
nos sonarán más, de muchos, ni siquiera sabremos sus nombres; pero lo que es
seguro es que a todos les honraremos y reconoceremos por igual.
Hay atentados que uno recuerda a
la perfección. Me referiré sólo a un par de ellos que definen sobremanera a
unos asesinos de unos héroes. ¿Quién no se acuerda del asesinato de Miguel
Ángel Blanco?
El día 10 de julio de 1997,
Miguel Ángel Blanco, concejal del PP en el Ayuntamiento de Ermua se dirigía,
como todos los días, a trabajar. El trayecto que le separaba, de ida pero no de
vuelta, era el de pasar de la vida a la muerte. Subió a un tren -el de la vida-
que nunca pudo volver a coger: una banda de asesinos le secuestró. ETA había
decidido que Miguel Ángel Blanco sería un medio de presión para el gobierno de
Aznar. Si se cumplía el chantaje de los asesinos -acercamiento de presos
etarras a las cárceles del País Vasco
antes de las 16:00 horas del sábado 12 de julio- le dejarían en libertad. El
Gobierno no claudicó y ETA lo asesinó. Como respuesta a tan cobarde y vil
asesinato, la sociedad española, indignada no sólo con ETA sino también harta
de la retórica de los fariseos nacionalistas con los terroristas -“Ellos mueven
el árbol y nosotros recogemos las nueces” (Arzallus dixit)-, se manifestó por
todas las ciudades de España proclamando un grito unánime -¡Basta Ya!- en
defensa de la libertad, naciendo así el Espíritu de Ermua.
Aquel día, la sociedad española
salió sin miedo a la calle exigiendo libertad y clamando justicia.
Aquel día, por primera vez en
España hubo gente que se despojó del miedo y del silencio y se vistió de valor
y honor.
Aquel día, había muerto Miguel
Ángel Blanco pero había nacido un gran héroe para España.
En paralelo al asesinato de
Miguel Ángel Blanco existe una imagen que nunca se podrá borrar de mi mente. Se
trata del cuerpo yacente del periodista José Luis López de Lacalle. Un sábado 7
de mayo de 2001, como cada fin de semana, López de Lacalle salió de su casa de
Andoaín para tomar café en un bar cercano.
Cuando regresaba a su domicilio, un asesino de ETA le disparó dos veces en el
pecho y cuando ya estaba en el suelo le
remató con dos tiros en la nuca. La imagen -el cuerpo sin vida de López de
Lacalle tendido en el suelo junto a sus ocho periódicos diferentes que había
comprado y un paraguas- es el fiel reflejo de cómo ETA asesina por pensar, por
leer, por ser tolerante, por, en definitiva, defender la libertad. Sangre
derramada por quien quiere vivir en paz, en libertad y en su tierra: el País Vasco.
Esperemos que ese paraguas que llevaba aquél día, su paraguas, el paraguas de
Andoaín, nos siga protegiendo desde el cielo frente a estas nubes que amenazan
tormenta en que se ha convertido la
política antiterrorista. En cualquier caso, seguiremos denunciando a esta
camarilla de malos actores políticos, ya sea por vía judicial o mediante la
opinión que expresemos libremente. ¡Eso sí que no nos los podrán quitar!
Siempre habrá una pluma dispuesta a denunciar la frivolidad con la que algunos
olvidan que representan a la nación española.
No sé si habría que encender una
antorcha de fuego a todos los asesinados por ETA o construir un cementerio
dedicado exclusivamente a su memoria. Sí sé que siempre les recordaremos y
ellos serán el motivo y la causa para no rendirnos nunca en nuestra batalla por
la libertad.
Ya lo afirmó Churchill el 8 de
mayo de 1945: «No desesperen, no se rindan ante la violencia ni la tiranía,
sigan adelante y mueran, si es preciso, antes que dejarse vencer». Tomamos
nota, Sir Winston. Ya lo confirmó José Luis López de Lacalle: «Yo seguiré
trabajando. Está en crisis la libertad. No podemos renunciar a la libertad,
ninguna persona y menos aquéllos que llevamos luchando por ella más de 40
años». Igualmente tomamos nota, José
Luis.
La antorcha encendida de la
libertad ha pasado a nuestras manos. Nosotros y, sólo nosotros, somos
responsables de preservar inmaculada y transmitir esa misma antorcha a las
nuevas generaciones. No hemos de vacilar en esta tarea ni un sólo instante. Si
cumplimos con nuestro deber, siempre podrán decir que esta- parafraseando a
Churchill- fue nuestra hora más gloriosa. De lo contrario no sólo no habremos
cumplido con nuestro cometido sino que, además, habremos escrito una de las
páginas más tristes de nuestra historia. Páginas, no lo olviden, que llevarán
nuestros nombres y apellidos. Yo no estoy dispuesto a ello y espero que ustedes
tampoco. Nosotros y, sólo nosotros, somos responsables de transmitir la misma
antorcha encendida a las nuevas generaciones. Nosotros y, sólo nosotros, somos
los responsables de que esa llama de fuego permanezca viva eternamente.
Escrito por: Miguel Sánchez.