lunes, 28 de marzo de 2016

ARIADNA CUENCA

Lloran las plañideras en el lúgubre cementerio de la calle  General Goytisolo; la despedida fue breve y poco concurrida, unas hormigas devoran el exoesqueleto de un  escarabajo en un descolorido, demacrado y amarillento césped. Las campanas doblan al compás del suave ondular de las copas de unos ceremoniosos cipreses. Son silenciosos espectadores de todas las exequias habidas en la ciudad, de bellos discursos, de miradas furtivas y de los pasos de cientos y cientos de zapatos relucientes y embetunados.

Ariadna falleció en una calurosa tarde de verano,  con un marcado rictus y una mirada inexpresiva en los ojos; las auxiliares de enfermería inmovilizan su mentón, asean con avidez su cuerpo inerte y lo visten. Una vez terminado todo esto la transportan en camilla a la fría morgue a la espera de la llegada de los trabajadores de la funeraria y de sus escasos familiares. Su último día fue tan rutinario y solitario como de costumbre: desayuno a las 09:00, comida a las 13:30, merienda a las 17:00 y cena a las 19:30. Nadie ve la televisión pero está encendida, todas las tardes los mismos familiares visitan a unos cuantos afortunados ancianos, el resto deambula por los pasillos a pie o en silla de ruedas, unos en silencio, otros lloriqueando y/o profiriendo sonidos ininteligibles. Ella nunca tuvo la suerte de visitarle el don del olvido y de pasar sus últimos días en estado vegetativo, conservó la memoria intacta hasta el último aliento. El dolor y el sufrimiento se van deteriorando con el tiempo, empero van secando sonrisas e ilusiones y forjan una inexpugnable coraza de hierro que impide que florezca la esperanza.

Francisco paseaba en paralelo, aunque a una distancia considerable de Ariadna, tras ellos unas cuantas enlutadas y unos sonrientes y legañosos chiquillos. Frente a una fuente de mármol y bajo un espeso olivo charlan y se engullen con los ojos, ante la atenta mirada de la ilustre comitiva de los vigías del orden y la pulcritud. Unos meses después contrajeron matrimonio, mas la felicidad dura poco en la casa del pobre. Paco, como todos le llamaban, puso rumbo a las américas, en busca de caudales con los que comprar una hacienda en su amada tierra. 


Pasaron los años y las misivas eran cada vez más escasas; la aventura que parecía que iba a durar poco  empezó a hacerse eterna. Aun así aguantaba Ariadna como Penélope las tentaciones y la dureza de la soledad. Sudores y rezos, a la luz del candil; tormentas de caricias y besos se esfuman al alba. Despierta entre cuadros bucólicos y el calor de húmedos sueños, el remordimiento y la pesadumbre le cubren de escarcha el pelo, palidecen su piel y endurecen su alma. Casi no llega dinero y sus hermanos se hacen cargo de sus necesidades básicas, además de proteger a capa y espada su dignidad. Sus apariciones en la vida pública no son frecuentes y se reducen al mercado y a la misa de los domingos, por supuesto, siempre acompañada de sus cuñadas. Pasaron cuarenta años desde la última vez que vio a Paco, ella ya no es esa mujer lozana de ojos verdes y tez morena, no transpira casi vida por sus doloridos poros, su piel se ha convertido en escamas tras tantos años de abstención y penitencia a base de latigazos. Parece mentira pero no hace muchas décadas la sociedad premiaba el dolor gratuito y castigaba la felicidad.  Hoy caminamos hacia el libertinaje más atroz, parece que Aristóteles no hay triunfado. Paco volvió, ojeroso, cansado y con unas cuantas mudas en la maleta de cartón. Sin más pertenencias que su deteriorado cuerpo y su anillo de oro de casado.


Dos extraños, dos sombras de su juventud observan el atardecer sentados en una silla de mimbre, mientras las avispas succionan el dulce néctar de las uvas de una parra que cubre  un techo de alambre .Ella lo cuidó hasta el fin de sus días, no por amor sino por deber. Francisco murió en pocos años y se convirtió en viuda por decreto, aunque siempre lo había sido. Ariadna jamás supo de las vivencias de su marido; ciertos rumores indican que tuvo hijos y que se divorció allá en la Argentina, otros indican que  se enganchó al juego y a las prostitutas y llevó  una vida licenciosa hasta que fundió toda su plata. Sólo él sabía la verdad, ella jamás se lo preguntó. 



Todos los derechos están reservados ©. Diego Torres 2016.

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