Lloran las plañideras en el lúgubre cementerio de la
calle General Goytisolo; la despedida
fue breve y poco concurrida, unas hormigas devoran el exoesqueleto de un escarabajo en un descolorido, demacrado y
amarillento césped. Las campanas doblan al compás del suave ondular de las
copas de unos ceremoniosos cipreses. Son silenciosos espectadores de todas las
exequias habidas en la ciudad, de bellos discursos, de miradas furtivas y de
los pasos de cientos y cientos de zapatos relucientes y embetunados.
Ariadna falleció en una calurosa tarde de verano, con un marcado rictus y una mirada
inexpresiva en los ojos; las auxiliares de enfermería inmovilizan su mentón,
asean con avidez su cuerpo inerte y lo visten. Una vez terminado todo esto la
transportan en camilla a la fría morgue a la espera de la llegada de los
trabajadores de la funeraria y de sus escasos familiares. Su último día fue tan
rutinario y solitario como de costumbre: desayuno a las 09:00, comida a las
13:30, merienda a las 17:00 y cena a las 19:30. Nadie ve la televisión pero
está encendida, todas las tardes los mismos familiares visitan a unos cuantos
afortunados ancianos, el resto deambula por los pasillos a pie o en silla de
ruedas, unos en silencio, otros lloriqueando y/o profiriendo sonidos
ininteligibles. Ella nunca tuvo la suerte de visitarle el don del olvido y de
pasar sus últimos días en estado vegetativo, conservó la memoria intacta hasta
el último aliento. El dolor y el sufrimiento se van deteriorando con el tiempo,
empero van secando sonrisas e ilusiones y forjan una inexpugnable coraza de
hierro que impide que florezca la esperanza.
Francisco paseaba en paralelo, aunque a una distancia
considerable de Ariadna, tras ellos unas cuantas enlutadas y unos sonrientes y
legañosos chiquillos. Frente a una fuente de mármol y bajo un espeso olivo
charlan y se engullen con los ojos, ante la atenta mirada de la ilustre
comitiva de los vigías del orden y la pulcritud. Unos meses después contrajeron
matrimonio, mas la felicidad dura poco en la casa del pobre. Paco, como todos
le llamaban, puso rumbo a las américas, en busca de caudales con los que
comprar una hacienda en su amada tierra.
Pasaron los años y las misivas eran cada vez más escasas; la
aventura que parecía que iba a durar poco empezó a hacerse eterna. Aun así aguantaba
Ariadna como Penélope las tentaciones y la dureza de la soledad. Sudores y
rezos, a la luz del candil; tormentas de caricias y besos se esfuman al alba. Despierta
entre cuadros bucólicos y el calor de húmedos sueños, el remordimiento y la
pesadumbre le cubren de escarcha el pelo, palidecen su piel y endurecen su
alma. Casi no llega dinero y sus hermanos se hacen cargo de sus necesidades
básicas, además de proteger a capa y espada su dignidad. Sus apariciones en la
vida pública no son frecuentes y se reducen al mercado y a la misa de los
domingos, por supuesto, siempre acompañada de sus cuñadas. Pasaron cuarenta
años desde la última vez que vio a Paco, ella ya no es esa mujer lozana de ojos
verdes y tez morena, no transpira casi vida por sus doloridos poros, su piel se
ha convertido en escamas tras tantos años de abstención y penitencia a base de
latigazos. Parece mentira pero no hace muchas décadas la sociedad premiaba el
dolor gratuito y castigaba la felicidad.
Hoy caminamos hacia el libertinaje más atroz, parece que Aristóteles no
hay triunfado. Paco volvió, ojeroso, cansado y con unas cuantas mudas en la
maleta de cartón. Sin más pertenencias que su deteriorado cuerpo y su anillo de
oro de casado.
Dos extraños, dos sombras de su juventud observan el
atardecer sentados en una silla de mimbre, mientras las avispas succionan el
dulce néctar de las uvas de una parra que cubre
un techo de alambre .Ella lo cuidó hasta el fin de sus días, no por amor
sino por deber. Francisco murió en pocos años y se convirtió en viuda por
decreto, aunque siempre lo había sido. Ariadna jamás supo de las vivencias de
su marido; ciertos rumores indican que tuvo hijos y que se divorció allá en la
Argentina, otros indican que se enganchó
al juego y a las prostitutas y llevó una
vida licenciosa hasta que fundió toda su plata. Sólo él sabía la verdad, ella
jamás se lo preguntó.
Todos los derechos están reservados ©. Diego Torres 2016.
No hay comentarios:
Publicar un comentario