Escruté de nuevo la noche, en la barra del bar charlaban con
viveza dos voluptuosas jóvenes de tez morena. En una mesa mohosa junto al baño dos
chivos apuraban en silencio un cigarrillo. El local estaba medio vacío o quizás
medio lleno, la voz de Josele Santiago recordaba a algunos que en septiembre ya
no iban a estar, pasaron los años 80, incluso los años 90, ya no existen esos
maravillosos chándales fosforitos, ni puede uno mear en la calle sin que le
hagan una foto o lo graben.
Amanda estaba sentada en la esquina de la barra, jugaba con
un cuchillo mientras observaba la televisión, la teletienda amenizaba el
ambiente pudriendo aún más los pantanosos recuerdos de los clientes.
Alargadores de penes, maquinillas eléctricas, fajas mágicas que esculpen tu
cuerpo como si de una estatua griega se tratara, cuchillos multiusos y robots
que preparan un buen cocido, como no prestar atención ante semejantes
artilugios. El dueño del local, también conocido como el gorras, se afanaba en
encontrar entres sus múltiples discos el último álbum recopilatorio de Narco.
Allí estaba sentado,
yo sólo, con una jarra de cerveza en la mano y un vaso de plástico lleno de
pipas, dejando pasar el tiempo sin agobios,
intentando comprender que la soledad es el mayor de los vicios y la mayor de
las debilidades. Ta vez la soledad no sea eso, puede que venga de las
profundidades de nuestros átomos, que sea casi una utopía no saborearla,
sentirla o sufrirla. Dicen los científicos que heredamos el sufrimiento, el hambre
y las desgracias de nuestros antepasados, que pena que no heredemos la
felicidad o por lo menos la capacidad para serlo de forma efímera. Hay personas
con chispa, con luz, que iluminan y llenan de confortabilidad, sosiego y
alegría a quienes les rodean. Es complicado brindar una sonrisa en tiempos de incertidumbre,
en tiempos donde tal vez dudamos de nosotros
mismos y de los demás. No hay tiempo para hablar hasta el amanecer bajo la luz
de las estrellas, es terrorífico que un desconocido te dirija la palabra o que
sea amable contigo; los niños tienen actividades extraescolares e infinidad de
deberes, sus manos ya no están llenas de tierra ni tienen la ropa empapada de
saltar en charcos.
Se perdió la voz en directo, las tertulias espontáneas en
los bares, se perdió jugar a las cartas en la calle en una calurosa noche de
verano. Todo es instantáneo y rápido, estamos interconectados desde puntos muy
distantes, mas estamos alejados de la realidad que se nos presenta ante
nuestros ojos. Y somos actores que
reímos en las redes sociales, que opinamos y que buscamos la comprensión y el reconocimiento de completos desconocidos.
El frenético movimiento de la red congela nuestra mirada, congela nuestras
vidas, congela nuestras almas. Soy un escéptico y pretendo derrumbar mis
prejuicios para construir una casa
habitable, cálida y sencilla, sin embargo mi mente ha bebido el mismo veneno
que todos los demás, estoy sometido a la misma presión que ejerce la vida, tal
y como la concebimos, estoy sometido a la amplia y continua desinformación y al
peligro de la autodestrucción. Para mí la autodestrucción no es el suicidio, es
vivir en estado vegetativo, un estado que afecta a más personas de las que
creemos.
Eran las dos de la madrugada y ya había bebido bastante por
ese día, llamé a Amanda y le pedí la cuenta. Tras devolverme el cambio salí por
la puerta, esa noche ya había reflexionado lo suficiente, deseaba llegar a
casa, ponerme el pijama y abandonarme al libre mundo de los ensueños.
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