Hace tres años y un día me fui a Alemania a trabajar como
enfermero y parece que nunca estuve allí, la mente se acostumbra rápido a los
cambios y los días pasan como la caída hacia un precipicio que no tiene fin. No
es que tenga vértigo al paso del tiempo, es que los automatismos rigen mi vida
y pierdo el control de los sucesos, es complicado parar y sentirte ingrávido.
Llaman madurez a la capacidad de superar obstáculos y al saber discernir entre
lo trivial y lo profundo de las cosas. Pero, ¿Qué es lo profundo de las cosas?
Abro los periódicos, veo la televisión, escruto las redes
sociales en busca de algo de sentido común y de una hendidura por la que se
filtre la libertad, que ingenuidad por mi parte. De un tiempo a esta parte hay
que medir cada palabra pronunciada o escrita si no quieres ser señalado con el
dedo. Y qué pasa cuando no eres imparcial, pues puedes recibir toda clase de
improperios de forma gratuita sin el mayor de los remordimientos. Como en
Salem, no hay ningún tipo de restricciones para ser juzgado y quemado en la
hoguera sin valorar tus opiniones de forma exhaustiva y empática. En la
sociedad de las modas el creyente es un iluso y un fanático, el que no vota a
Podemos es un fascista, el que come carne es un sádico, el que piensa que las mujeres
son diferentes (deben tener los mismos derechos y deberes, puntualizo) es un
machista y así una sucesiva de interminables cuestiones que voy a dejar de
enumerar.
Me da pena, mucha pena que el vacío moral que ha dejado la
religión (gran parte de la población es atea o no practicante) se haya digamos
llenado con el sectarismo de las modas.
Me explico, nos encontramos en un momento de la historia rupturista con
las viejas costumbres y valores, el problema es que no hay donde agarrarse. Las
ideas se venden como la imagen o como cualquier producto perecedero. La gente
de a pie no posee mecanismos para encontrar un sentido a sus vidas en esta
amalgama confusa donde la sobreinformación y la manipulación van unidas de la
mano. Existe un proceso de desmantelamiento del yo y un debilitamiento del
individuo como medio de amansar a las masas y reducir las pocas posibilidades
del progreso humano colectivo. No solo me refiero a derechos laborales y bienestar sino a términos de libertad absoluta. Claro está que ésta es una utopía y más en
este tipo de sociedades superpobladas y jerarquizadas en las que vivimos. Si me
tuviera que posicionar ante alguna ideología, diría que soy anarquista, aunque
por supuesto no radical, no quiero cambiar el mundo con actos violentos y sé
que necesariamente debe haber un orden debido a la sobreexplotación de los
recursos y la interconectividad patente de este mundo globalizado.
Y así nos encontramos otra vez con la idea del eterno
retorno, que bien prodigaba Friedrich Nietzsche. Donald Trump gana unas
elecciones, la extrema derecha coge fuerza en Europa y los populismos de
izquierda también. Otra vez la misma melodía. Otra vez se confunde el progreso
con la tecnología y la libertad con el libertinaje. Se degrada a la mujer cada
día con Burka y sin ropa, se pierde el tiempo con debates fútiles de Drag Queen
crucificados y autobuses naranjas. Y yo me río mientras veo un partido de
fútbol, no es un poco paradójico.